miércoles, 30 de enero de 2008

Sosiego


Por Otoniel Guevara

El Salvador


para Matilde Elena López,
como un asunto del corazón.


Hoy quisiera recuperar el tiempo perdido:
años, meses, años,
días y momentos.

De haber culminado con éxito mi fuga del hogar
cuando a los once me emboscaban hormonas y edenes
mi nombre no hubiera sido torpemente garabateado en las libretas obituales
de amargos policías sin cordón umbilical ni derecho al suicidio,
de pronto sabría conducir un automóvil con más ingrata maestría que al timón de la vida
y el sinuoso Beethoven hubiese perdido para siempre a un triste amante de sus sonatas

Si a los catorce no se me empotra en el cielo Amílcar cargado de poemas y canciones de protesta
me hubiera quedado sembrando huertos caseros en alguna selva innominada
me hubiese enamorado sin remedio de alguna campesina,
de su luz silenciosa,
de su lengua graciosa ,
de su miel licenciosa,
de su pelo fragante a cascada florida.
Me hubiese enriquecido con una porqueriza
y respondería ante el nombre de “Violeta Parra”
con bibliografía hortícola o algo semejante.

Yo era buen futbolista. Y hasta me persignaba
a cada pitazo inicial.
Mas la vida es redonda y nos aplasta
dondequiera que vamos, contra quienes estemos,
por la simple razón de ser entre la grama.

Con las muchachas nunca tuve suerte:
desde los diecisiete me envuelven con sus formas
y me hacen preguntarme cosas que nunca supe.
Con ellas lo mejor es el silencio:
silencio al acercarse, al envolverlas,
al amarlas con todos los sentidos.
Mucho silencio para no despertarlas
y más para salir
en puntillas de sus vidas.

Quise ser guerrillero y nunca maté a nadie.
Cada vez que disparé fui yo el único herido.
Soy veterano de una guerra en la que Dios estuvo preso.
Y donde Satanás fue muerto en la primera escaramuza.

El tiempo se acabó. Ya no pretendo
ser inmortal.
El cuerpo pesa
y las mochilas suelen descoserse:
por los agujeros se cuela la esperanza,
se van los libros que quisimos leer, las emociones
que torpemente dejamos al pie de los amates,
la piel de los tambores
que nunca se enredaron con mi piel,
la suavidad
del beso en que murió mi boca.

Tantas veces la muerte perdió al póquer conmigo
¿y cuál fue mi ganancia?: arrastrar mis pasos
sobre los cementerios, engordar con papeles de amor
un baúl extraviado, gritar bajo la lluvia los rencores
al Creador, quien solamente me contestó con truenos ilegibles,
con rayos insensible y con pájaros muertos.

Quise ser más que un hombre
y de escudo me dieron la palabra
y de enemigo todo lo pronunciable.

¡Basta de sustantivos y adjetivos!
Ya no quiero más verbos: ¡Quiero sangre!
¡Sangre en el colibrí, sangre en el río,
sangre verde en la montaña ruda,
sangre azul en el cielo grisoteado,
sangre de luz en la laguna-cloaca,
sangre de ángeles al borde de los niños,
sangre de rojo amor en el demonio,
sangre de inmensidad en los poemas,
sangre de Dios en el pecho del hombre!
Sangre
en el nombre,
sangre
en el hombre:
en el nombre del hombre: ¡quiero sangre!

Y en el nombre del tiempo ya perdido
que ya jamás vendrá
que ya es olvido
queda la bendición del hueco de una manos
que entibien este amor sobreviviente
que trae del poeta lo soñado,
del guerrero su herida siempreardiente,
del sacerdote su consuelo infinito,
del delincuente
su palabrota franca
y del ebrio bufón la sabia ciencia
de protestar por todo con la risa.



De todos modos


la vida


siempre empieza.

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