Luis Cardoza y Aragón
No amamos nuestra tierra por grande y poderosa, por débil y pequeña, por sus nieves y noches blancas o su diluvio solar. La amamos, simplemente, porque es la nuestra.
En su territorio hay una región que es la región de nuestra infancia. Y en tal región, una ciudad o un pueblecillo. En el pueblecillo, una casa. En la casa, cuatro paredes viejas y manchadas, con muebles rústicos hechos por el carpintero de la familia, con árboles que nos dolió verlos abatir. En medio de la casa, una fuente de la cual nunca dejaremos de escuchar el canto.
Todo se va replegando hasta llegar de la caja más grande a la más pequeña, del mundo a las cuatro paredes de la infancia, hasta la cuna y el ataúd. La tierra que caerá sobre esas cuatro tablas, cuando estemos de vuelta a geranios y quiebracejetes y nos empinemos en los árboles, es la tierra más dulce que existe. La niñez va corriendo como un arroyo que canta. Remontamos la corriente hasta el manantial. Hasta el amor de nuestros padres. No amamos nuestra tierra por hermosa, por alegre o triste. Por su leyenda o su primitiva felicidad sin historia. La amamos porque es la nuestra. Quiero, quisiera que vieras con ojos de mi niñez, con ojos de tu niñez. Con ojos de la niñez del mundo. Nuestro amor es bello sólo tal otro amor gemelo.
Anima la quietud de estas páginas, fuego oscuro amasado en el hondón de las entrañas. Huracán sopla para siempre mi brasa y su tibieza de rescoldo se perpetúa. El corazón de lava aún caliente sonríe su noche elemental, donde todavía sueña Kukulkán, desde el ídolo primigenio hasta las muñequitas multicolores de Mixco y las tinajas de Chinautla. Estamos en Guatemala, verde colibrí reluciente. La caja grande y dentro una más pequeña y otra. Otra y otra, hasta llegar a mi pueblo, Antigua Guatemala. Y otra más pequeña, y otra y otra, hasta la casa y mi cuarto de niño. Pongo a mi tierra sobre mis rodillas, en la palma de mi mano. Desde muy alto los ojos podrían abarcar sus límites, contemplarla, como esos pisapapeles de cristal que tienen en el centro un ramo de florecillas dormidas. No es el caso de contemplar lo que no existe. Ni de sólo admirar lo que está allí. Soy vidente, ahora pisamos tierra firme y amo la realidad.
Los arqueólogos se sumergen en la prehistoria o en la historia, exploran las entrañas de la tierra para encontrar una vasija, un hueso, un vestigio milenario, y no ven nada del mundo de los mercados, de los pueblos, de los sufrimientos que padecen los indios vivos. No sólo los arqueólogos, también los poetas, pintores, músicos, novelistas, se encandilan con el "exotismo" de donde han nacido y se ciegan para toda apreciación objetiva. Hay guatemaltecos que nos ven como los extranjeros y crean una exportable imagen colorida, igual a una vitrina de indios, tan pintoresca que casi justifica las intervenciones. Muchos de ellos ni siquiera adoptan una actitud como la del padre Las Casas, hace 400 años: se han evadido, desertado o detenido en deformaciones sentimentales, artísticas, de los indios remotos, a veces humanitarias, es cierto, pero sin conciencia sociopolítica. Casi sin excepciones, entre los arqueólogos, escritores, investigadores históricos, artistas, traductores de los libros aborígenes, no hay en Guatemala sino dos o tres que a tal vocación hayan unido, en los últimos cien años, consecuente conducta política.
Hace tiempo, mucho tiempo, había deseado escribir estas páginas. De golpe, se me vinieron mil cosas encima: mi recuerdo tartamudeó en alud amoroso. No me proponía cumplir una misión o pagar una deuda. Todo es más humilde en el fondo, vital e inevitable. Lo de misión o deuda sería pura pedantería. Deseé dar una sensación de Guatemala, de mi Guatemala. Deseé mostrar algo de su vida interior, inocente y sombría. Deseé que luzca, como todos los días, rebozo de colores y trenzas con tocoyales, dibujándola sin que ella lo advierta. Un retrato, con sus grandes aristas solamente. Abocetada con libertad, aprehendida en tres o cuatro rasgos privativos y recónditos, en los cuales está como la siento en mí, silvestre, augusta y enmarañada. Su fervor recogido en estrofas de su crecimiento: monólogos de humo y pirámides de sueño y canto.
La veo mestiza en su pensar, con barro antiguo del Popol Vuh y musgos de Landívar en un mismo pulso urgente. Indígena en la entraña, donde el corazón resuena entre mantos azules, igual al tun en los pueblecillos cuando celebran la fiesta. Sencilla y segura, camina ataviada como pájaro o reina en la miseria, un niño a la espalda, en harapos sus ropas aborígenes y fatigada la greda categórica del rostro bajo el peso que carga sobre la frente, corona rural de frutos y de flores. Va descalza, rompiéndose los pies por los caminos, la tinaja sobre el hombro, igual a la dulce Ixquic. La belleza del cuerpo radica en lo más profundo de la materia: en la conformación y armonía del esqueleto, imagen de la muerte. Sus rasgos resurgen para mí de la viva y mineral estructura escondida, remontando hasta la piel de obsidiana al sol.
He deseado ofrecerle un testimonio de poesía: exacto de verdad práctica. Un libro de síntesis, de visión general, veloz e inesperada. Placa radiográfica y fotografía aérea al mismo tiempo. Hago una incursión en el ayer, vivo en mi recuerdo, hasta convertirlo en creación, sin celo alguno de desdoro o no sentido encumbramiento. Recojo y subrayo lo que juzgo capital para descubrir y fortalecer la filigrana del origen de nuestro sentimiento de nacionalidad. Amor de la realidad: he pesado a Guatemala sobre las alas de las mariposas, auxiliado siempre por experiencia, cifras y emoción. Sin embargo, me siento ante ella como un árbol podado soñando con las flores de sus ramas. Desterrado en mi patria, sin salir de ella, libérrimo, feliz y amante, reencontrada en la realidad y en mis sueños, me tiendo bocarriba, más allá de mi muerte y de la muerte, sumergido en su sentimiento y en su pensamiento. Y desde el Popol Vuh tomo las ruedas dentadas que crearon la noria de la sangre. En su impulso nutren su ímpetu, a veces aun por inercia, muchas otras ruedecillas que de alguna suerte nos sirven asimismo para marcar la hora, para saber quiénes somos y saber adónde vamos. Y me atropello de nostalgia y descubro el cielo de todos los hombres, libre aquí en mi cárcel sin techo, y cuento y reconozco las estrellas, las palpo húmedas sobre mi rostro, descarnado ya, camino del cuarzo, entre la hierba y la tierra, que cegaron mis ojos de color y me llenaron la boca de polen y canciones.
Ahora recuerdo el origen de estas páginas que son sollozo, alarido y canto. No sólo hay que vivir lo que se escribe sino hay que sufrirlo. Necesidad absoluta de una patria, de mi tierra mía y su imprescindibilidad de función ecuménica. Ansia de clarificación, de forma, para que nuestro metal dé su sonido: estaba yo sentado en lo más alto del Castillo de Chichén Itzá la tarde que llegué por vez primera. Entonces, hace muchos años, sentí, como grano de mostaza, alga de lo que he escrito. Empezaba a germinar en mí. Era yo mismo la semilla. Una semillita sola, pero ya pude palpar raíces milenarias. Sobre las ruinas, el crepúsculo del trópico untaba lumbre atormentada y musgos de oro. El chaparral, asaeteado por faisanes y venados, perdíase en el horizonte hasta el mar.
Chichén Itzá, nenúfar de espuma, se abría sobre la verde marea sin fin. Bajo los cimientos, capullo de geología, cielo y siglos, cantaban las arterias que miran por los cenotes. El rumor subterráneo aunábase con la música planetaria del espacio infinito, los acordeones de la selva y el masticar de las hormigas. Con las primeras sombras-sol postrero y luna que retoña-, día casi noche ya, la eterna noche de antes, la mariposa de obsidiana, como si procediera del Lugar de la Abundancia y no de Xilbalbá, incendió de vuelo sus alas de vitrales: Chichén Itzá se puebla, vive y se anima como en los años de esplendor y gloria. Y son también lámparas vivas Tikal, Uaxactún, Palenque, Quiriguá, Copán, Yaxilán, Bonampak y enjambre de ciudades ocultas, escamoteadas entre los dedos de los grandes árboles. Los sacerdotes marcan sobre piel de venado las huellas de Venus que perpetuamente está naciendo. Como abejas embarradas de miel desfilan las doncellas, doradas de ajorcas y bezotes, verdes de turquesas y jades, rojas de caracoles y pasión. Todas juntas semejan quetzal gigante, lento meteorito de plumas. El adivino consulta los menudos pórfidos bermejos del árbol del pito, pesado el corazón de estelas y alígero de colibrí. La luna de Chichén Itzá pone algo que tal vez sea asunción o nacimiento, o sólo nácar mágico. En el juego de la pelota, figuras elásticas y oscuras enloquecen tras el copo que, cual un tapacaminos, rebota en el muro, luego cae y ni toca el pavimento y se alza, ubicuo y simultáneo.
Los abuelos, dos aguiluchos tallados en creciente lunar, con más memoria que los relieves del templo ahíto de centurias, acezando de ámbito y piedra. El sol se fue creciendo y el chiquirín clavaba la lumbre con sus tres golpes estivales: chi... qui... rin. .. chi... qui... rin... Los abuelos, ateridos de filial milagro, hundidos los pies en las raíces de los chicozapotes y en el salitre de los murales, al morderse los labios sintieron el saber de la tierra caliza. Germinaron tomando agua ciega de los zihuanes, rompiendo la tierra con una llamita verde hasta el venado sagitario, hasta ser hombres de maíz. Los dioses telúricos, caracoles del mar de la infancia, nos contaron fábulas y nos alzaron más que a los santos desvencijados de los pórticos en las viejas iglesias coloniales. Infancia de mi tierra –Ah mi tierra y mi infancia!-, huipil hilado por ellos con la misma alegría de los pájaros tejiendo lo azul. De la mano de Hunapuh, joven abuelo, acompañé a los cakchiqueles para robar el fuego. A los quichés, para comprobar con la plomada los muros de Gumarcaah. Como en los códices, mis huellas fueron quedando en esta peregrinación al mito, a Tikal y Quiriguá, al Palacio de los Capitanes Generales, a las calles de la Nueva Guatemala, en el Valle de la Ermita. Estuve en cada etapa del camino sin fin como viajero de buena voluntad al servicio de su pueblo, que luego evoca mal lo mucho que vio y por ello su recuerdo se reduce a sencillo testimonio. Como un mural, concebí estos apuntes para dar una imagen de Guatemala que tuviera algo de su color, de su condición primitiva, de su pasión germinal y de su vida asentada sobre tan diversos y contrastados niveles económicos que el presente sigue explicándose por el mito o por la historia.
Algunas de mis memorias más tiernas o acongojadas, para crear el ambiente, se entrecruzan con estadísticas. Un retrato de cuerpo entero, como esos anónimos del siglo XIX, con el detalle en que se distingue amor ingenuo. Así anhelé que crecieran estas páginas, organizándose biológicamente, a medida que avanzaban. He tomado sus medidas como para hacerle un traje. Sus sueños como para hacerle un canto. Me ceñí a su realidad lo más que me fue posible. Y quien juzgue que mi palabra parece asirse del sueño, es porque jamás ha conocido la vida tétrica, dolorosa y fantástica de mi pueblo.
Nunca traté irrealmente ninguna de sus imágenes: habría perdido la riqueza de la realidad para caer en innecesaria metamorfosis barroca, como si la realidad material, que nos satura y golpea los sentidos, careciera de inacabables posibilidades. Precisar el dibujo, ceñir la verdad mágica, me obligó a mantenerme en la tierra firme de la cual nunca deseé salir: no se acierta a saber la vaguedad ni con los malabarismos más peregrinos de la expresión.
Empecé por la creación del hombre guatemalteco en el mito y fui caminando en el tiempo en varias direcciones, para llegar a nuestro ahora. No es una síntesis económica, política y social la que esbozo en algunas de estas páginas. Sino un esquema de síntesis del sentido y del carácter del proceso histórico: converso con los hombres de los monolitos y los códices, con los dioses, los héroes y los hombres de los libros indígenas; recuerdo y voy domeñando mi entusiasmo cuando mi memoria se quiere salir de madre. Y no evoco como historiador o como erudito, porque no lo soy, sino como un hombre simple que dice lo que ha vivido. Y cuanto más severo y exacto es mi recuerdo; cuanto más tranquila es la palabra que traduce el gozo o la angustia de mis sentidos y la añoranza de mi sangre; cuanto más se enraiza mi voz en la realidad, tanto más se crea y sufre con lágrimas guatemaltecas que sólo mis ojos pueden llorar.
Y, entonces, mejor y más verdadero está mi pensamiento, y más limpia la emoción mía y la engendrada en quien me lea, por distante que su mundo esté del mío.
Guatemala, tierra edénica y elemental, con un pasado singular y una evolución dramática, cruenta y oscura, poco unánime por sus tremendos desniveles culturales, avanza dando tumbos, lúcida y firme. He querido dar el ambiente, sin preocupación contemplativa , interpretando con técnica de análisis su realidad varia, móvil y remota, regido por mi conciencia poética y social. Me cautiva no sólo la acción sino también la contemplación, cuando el matiz y la sutileza son característicos. Escojo y muestro elementos contrarios, hechos de opulencia y rigor, de preocupaciones teológicas y su origen por condiciones económicas, el mundo fabuloso del acontecer cósmico del Popol Vuh, la realidad delirante del aborigen de Chichicastenango y la vida mínima y marginal del "cucurucho" y el albor de la voz de mañana.
Mi tierra no es una tierra exótica. Es una tierra matinal cuyo hechizo más hondo radica en las creaciones y expresiones históricas populares, más allá de cualquier devoción pintoresca. El color, aquí, es inevitable, y sólo cuando es inevitable por ser de tan buen tinte que no se destiñe ni con el sol y mis ácidos, ha permanecido indeleble más allá del afán descriptivo y localista. Y aunque se juzgue paradójico, por su misma verdad de bulto, lo popular no es popular ni nacional, propiamente, y no puede serlo porque no somos una comunidad económica, política y social unificada. Lo que tenemos por popular son obras espontáneas del genio popular de indígenas oprimidos y explotados, creándolas y repitiéndolas para sí mismos o para reducido público turista o nacional, extraño al sentimiento, condiciones, necesidades y gustos de quienes las crean. Nuestras diferencias son tan brutales que van de sistemas de producción y consumo neolítico, de "economía cerrada", feudal y semifeudal hasta capitalista, como lo vemos en Chichicastenango y en los mercados de cualquier ciudad del país. No exclamo: abajo la pandereta! porque no la tenemos, sino abajo la jícara! No me he demorado en reflexiones vagas, subjetivas. Sino en lo más concreto y profundo. En las creaciones auténticas y esenciales. Nada más fantástico que la realidad. Y por encima de lo que atine a urdir mi imaginación y para dar realidad a esa conciencia y conciencia a tal realidad, he ido a las fuentes seculares. A mi infancia y a mis cicatrices.
He aquí algo de mi pueblo, de su rica tradición -lo que fue, lo que es, lo que será-, invariable en su diversidad, sufriendo aluviones, lavado por torrentadas, arrasado como para borrarlo del mapa con la tromba de la Conquista. Hay unidad a través de sus avatares, aun cuando parece irreconocible en muchos de ellos, que son contradictorios. Siempre las mismas hojitas brotaron del grano de maíz en el surco. La lealtad de esta permanencia la he seguido desde hoy y mañana hasta entrar en el palacio por el arco de Labná, retroceder en el tiempo y sumergirme en las fauces de un dios zoomorfo y nadar en las aguas eléctricas del mito.
Haber vivido lejos cerca de un cuarto de siglo sin interrupción me permitió penetrar con ojos frescos en muchas de nuestras cosas, apoyado en el recuerdo, en el instinto y en la tierra guatemalteca que me llevé en la suela de los zapatos. La intensidad del retorno, en mis condiciones, no creo que la haya tenido alguien. Mi pueblo despertaba, rompía sus cadenas y por dondequiera creaba un clima de himno su fervor. He sido un hombre metido en mi vocación, y mi vocación misma también me ha ligado más a mi pueblo que resuena en mí desde mi infancia, a flor de alma, sollozándome recuerdos. Y no siempre he necesitado comprenderlo porque me ha bastado con amarlo. Y digo mis condiciones para decir que llevaba muchos años fuera de mi tierra y que su recuerdo en mi entraña vivía, ni más ni menos, como me imagino que vive en todos, o viviría en aquellos que tuvieren la felicidad indecible de ese retorno.
Aquí está algo de mi niñez y de la transposición de mi nostalgia: rasgos de la imagen de cómo yo desearía que fuera mi tierra. Están las nubes, los olores, las piedras, los sueños, las luchas, los pájaros, las esperanzas, los sabores, las congojas, los ruidos guatemaltecos. Y una realidad seca y ardiente que he podido captar, porque al reencontrarla, al redescubrirla, me ha golpeado al volver a vivirla. La esclavitud indígena ha disuelto su amargura, su resentimiento y su dolor, en todos los seres y en todas las cosas. Se halla en el aire y en el fuego, en el agua y en la tierra. En la palabra y en el silencio. En la fiesta y en el funeral. Por todas partes está pesadamente, como ubicuo fan tasma de piedra . Mis compatriotas, sin la lente de tal experiencia, acaso juzgarán inexactas o exageradas algunas de mis impresiones. El ambiente, para ellos ininterrumpido y consuetudinario, no les muestra los mismos tenebrosos o vibrantes relieves y matices. Están, en cierto modo, invalidados para advertir algunos pormenores y para asirlos con la precisión virgen que sin proponérmelo, incluso por las violentas agitaciones sociales, forzosamente, me ha deparado la realidad en los diez años últimos. No señalo virtud personal alguna sino, simple y sencillamente, una circunstancia, un hecho. Tallé las cuentas poco a poco, desde el mito hasta la reforma agraria. Como la araña, forjé el hilo de mí para ordenarlas en collar. Si resultó el collar, anhelo que sea como ésos de macacos, cristales y piedrecitas de colores que adornan a las indias: un chachal para el cuello de mi amada Antigua.
No amamos nuestra tierra por grande y poderosa, por débil y pequeña, por sus nieves y noches blancas o su diluvio solar. La amamos, simplemente, porque es la nuestra.
En su territorio hay una región que es la región de nuestra infancia. Y en tal región, una ciudad o un pueblecillo. En el pueblecillo, una casa. En la casa, cuatro paredes viejas y manchadas, con muebles rústicos hechos por el carpintero de la familia, con árboles que nos dolió verlos abatir. En medio de la casa, una fuente de la cual nunca dejaremos de escuchar el canto.
Todo se va replegando hasta llegar de la caja más grande a la más pequeña, del mundo a las cuatro paredes de la infancia, hasta la cuna y el ataúd. La tierra que caerá sobre esas cuatro tablas, cuando estemos de vuelta a geranios y quiebracejetes y nos empinemos en los árboles, es la tierra más dulce que existe. La niñez va corriendo como un arroyo que canta. Remontamos la corriente hasta el manantial. Hasta el amor de nuestros padres. No amamos nuestra tierra por hermosa, por alegre o triste. Por su leyenda o su primitiva felicidad sin historia. La amamos porque es la nuestra. Quiero, quisiera que vieras con ojos de mi niñez, con ojos de tu niñez. Con ojos de la niñez del mundo. Nuestro amor es bello sólo tal otro amor gemelo.
Anima la quietud de estas páginas, fuego oscuro amasado en el hondón de las entrañas. Huracán sopla para siempre mi brasa y su tibieza de rescoldo se perpetúa. El corazón de lava aún caliente sonríe su noche elemental, donde todavía sueña Kukulkán, desde el ídolo primigenio hasta las muñequitas multicolores de Mixco y las tinajas de Chinautla. Estamos en Guatemala, verde colibrí reluciente. La caja grande y dentro una más pequeña y otra. Otra y otra, hasta llegar a mi pueblo, Antigua Guatemala. Y otra más pequeña, y otra y otra, hasta la casa y mi cuarto de niño. Pongo a mi tierra sobre mis rodillas, en la palma de mi mano. Desde muy alto los ojos podrían abarcar sus límites, contemplarla, como esos pisapapeles de cristal que tienen en el centro un ramo de florecillas dormidas. No es el caso de contemplar lo que no existe. Ni de sólo admirar lo que está allí. Soy vidente, ahora pisamos tierra firme y amo la realidad.
Los arqueólogos se sumergen en la prehistoria o en la historia, exploran las entrañas de la tierra para encontrar una vasija, un hueso, un vestigio milenario, y no ven nada del mundo de los mercados, de los pueblos, de los sufrimientos que padecen los indios vivos. No sólo los arqueólogos, también los poetas, pintores, músicos, novelistas, se encandilan con el "exotismo" de donde han nacido y se ciegan para toda apreciación objetiva. Hay guatemaltecos que nos ven como los extranjeros y crean una exportable imagen colorida, igual a una vitrina de indios, tan pintoresca que casi justifica las intervenciones. Muchos de ellos ni siquiera adoptan una actitud como la del padre Las Casas, hace 400 años: se han evadido, desertado o detenido en deformaciones sentimentales, artísticas, de los indios remotos, a veces humanitarias, es cierto, pero sin conciencia sociopolítica. Casi sin excepciones, entre los arqueólogos, escritores, investigadores históricos, artistas, traductores de los libros aborígenes, no hay en Guatemala sino dos o tres que a tal vocación hayan unido, en los últimos cien años, consecuente conducta política.
Hace tiempo, mucho tiempo, había deseado escribir estas páginas. De golpe, se me vinieron mil cosas encima: mi recuerdo tartamudeó en alud amoroso. No me proponía cumplir una misión o pagar una deuda. Todo es más humilde en el fondo, vital e inevitable. Lo de misión o deuda sería pura pedantería. Deseé dar una sensación de Guatemala, de mi Guatemala. Deseé mostrar algo de su vida interior, inocente y sombría. Deseé que luzca, como todos los días, rebozo de colores y trenzas con tocoyales, dibujándola sin que ella lo advierta. Un retrato, con sus grandes aristas solamente. Abocetada con libertad, aprehendida en tres o cuatro rasgos privativos y recónditos, en los cuales está como la siento en mí, silvestre, augusta y enmarañada. Su fervor recogido en estrofas de su crecimiento: monólogos de humo y pirámides de sueño y canto.
La veo mestiza en su pensar, con barro antiguo del Popol Vuh y musgos de Landívar en un mismo pulso urgente. Indígena en la entraña, donde el corazón resuena entre mantos azules, igual al tun en los pueblecillos cuando celebran la fiesta. Sencilla y segura, camina ataviada como pájaro o reina en la miseria, un niño a la espalda, en harapos sus ropas aborígenes y fatigada la greda categórica del rostro bajo el peso que carga sobre la frente, corona rural de frutos y de flores. Va descalza, rompiéndose los pies por los caminos, la tinaja sobre el hombro, igual a la dulce Ixquic. La belleza del cuerpo radica en lo más profundo de la materia: en la conformación y armonía del esqueleto, imagen de la muerte. Sus rasgos resurgen para mí de la viva y mineral estructura escondida, remontando hasta la piel de obsidiana al sol.
He deseado ofrecerle un testimonio de poesía: exacto de verdad práctica. Un libro de síntesis, de visión general, veloz e inesperada. Placa radiográfica y fotografía aérea al mismo tiempo. Hago una incursión en el ayer, vivo en mi recuerdo, hasta convertirlo en creación, sin celo alguno de desdoro o no sentido encumbramiento. Recojo y subrayo lo que juzgo capital para descubrir y fortalecer la filigrana del origen de nuestro sentimiento de nacionalidad. Amor de la realidad: he pesado a Guatemala sobre las alas de las mariposas, auxiliado siempre por experiencia, cifras y emoción. Sin embargo, me siento ante ella como un árbol podado soñando con las flores de sus ramas. Desterrado en mi patria, sin salir de ella, libérrimo, feliz y amante, reencontrada en la realidad y en mis sueños, me tiendo bocarriba, más allá de mi muerte y de la muerte, sumergido en su sentimiento y en su pensamiento. Y desde el Popol Vuh tomo las ruedas dentadas que crearon la noria de la sangre. En su impulso nutren su ímpetu, a veces aun por inercia, muchas otras ruedecillas que de alguna suerte nos sirven asimismo para marcar la hora, para saber quiénes somos y saber adónde vamos. Y me atropello de nostalgia y descubro el cielo de todos los hombres, libre aquí en mi cárcel sin techo, y cuento y reconozco las estrellas, las palpo húmedas sobre mi rostro, descarnado ya, camino del cuarzo, entre la hierba y la tierra, que cegaron mis ojos de color y me llenaron la boca de polen y canciones.
Ahora recuerdo el origen de estas páginas que son sollozo, alarido y canto. No sólo hay que vivir lo que se escribe sino hay que sufrirlo. Necesidad absoluta de una patria, de mi tierra mía y su imprescindibilidad de función ecuménica. Ansia de clarificación, de forma, para que nuestro metal dé su sonido: estaba yo sentado en lo más alto del Castillo de Chichén Itzá la tarde que llegué por vez primera. Entonces, hace muchos años, sentí, como grano de mostaza, alga de lo que he escrito. Empezaba a germinar en mí. Era yo mismo la semilla. Una semillita sola, pero ya pude palpar raíces milenarias. Sobre las ruinas, el crepúsculo del trópico untaba lumbre atormentada y musgos de oro. El chaparral, asaeteado por faisanes y venados, perdíase en el horizonte hasta el mar.
Chichén Itzá, nenúfar de espuma, se abría sobre la verde marea sin fin. Bajo los cimientos, capullo de geología, cielo y siglos, cantaban las arterias que miran por los cenotes. El rumor subterráneo aunábase con la música planetaria del espacio infinito, los acordeones de la selva y el masticar de las hormigas. Con las primeras sombras-sol postrero y luna que retoña-, día casi noche ya, la eterna noche de antes, la mariposa de obsidiana, como si procediera del Lugar de la Abundancia y no de Xilbalbá, incendió de vuelo sus alas de vitrales: Chichén Itzá se puebla, vive y se anima como en los años de esplendor y gloria. Y son también lámparas vivas Tikal, Uaxactún, Palenque, Quiriguá, Copán, Yaxilán, Bonampak y enjambre de ciudades ocultas, escamoteadas entre los dedos de los grandes árboles. Los sacerdotes marcan sobre piel de venado las huellas de Venus que perpetuamente está naciendo. Como abejas embarradas de miel desfilan las doncellas, doradas de ajorcas y bezotes, verdes de turquesas y jades, rojas de caracoles y pasión. Todas juntas semejan quetzal gigante, lento meteorito de plumas. El adivino consulta los menudos pórfidos bermejos del árbol del pito, pesado el corazón de estelas y alígero de colibrí. La luna de Chichén Itzá pone algo que tal vez sea asunción o nacimiento, o sólo nácar mágico. En el juego de la pelota, figuras elásticas y oscuras enloquecen tras el copo que, cual un tapacaminos, rebota en el muro, luego cae y ni toca el pavimento y se alza, ubicuo y simultáneo.
Los abuelos, dos aguiluchos tallados en creciente lunar, con más memoria que los relieves del templo ahíto de centurias, acezando de ámbito y piedra. El sol se fue creciendo y el chiquirín clavaba la lumbre con sus tres golpes estivales: chi... qui... rin. .. chi... qui... rin... Los abuelos, ateridos de filial milagro, hundidos los pies en las raíces de los chicozapotes y en el salitre de los murales, al morderse los labios sintieron el saber de la tierra caliza. Germinaron tomando agua ciega de los zihuanes, rompiendo la tierra con una llamita verde hasta el venado sagitario, hasta ser hombres de maíz. Los dioses telúricos, caracoles del mar de la infancia, nos contaron fábulas y nos alzaron más que a los santos desvencijados de los pórticos en las viejas iglesias coloniales. Infancia de mi tierra –Ah mi tierra y mi infancia!-, huipil hilado por ellos con la misma alegría de los pájaros tejiendo lo azul. De la mano de Hunapuh, joven abuelo, acompañé a los cakchiqueles para robar el fuego. A los quichés, para comprobar con la plomada los muros de Gumarcaah. Como en los códices, mis huellas fueron quedando en esta peregrinación al mito, a Tikal y Quiriguá, al Palacio de los Capitanes Generales, a las calles de la Nueva Guatemala, en el Valle de la Ermita. Estuve en cada etapa del camino sin fin como viajero de buena voluntad al servicio de su pueblo, que luego evoca mal lo mucho que vio y por ello su recuerdo se reduce a sencillo testimonio. Como un mural, concebí estos apuntes para dar una imagen de Guatemala que tuviera algo de su color, de su condición primitiva, de su pasión germinal y de su vida asentada sobre tan diversos y contrastados niveles económicos que el presente sigue explicándose por el mito o por la historia.
Algunas de mis memorias más tiernas o acongojadas, para crear el ambiente, se entrecruzan con estadísticas. Un retrato de cuerpo entero, como esos anónimos del siglo XIX, con el detalle en que se distingue amor ingenuo. Así anhelé que crecieran estas páginas, organizándose biológicamente, a medida que avanzaban. He tomado sus medidas como para hacerle un traje. Sus sueños como para hacerle un canto. Me ceñí a su realidad lo más que me fue posible. Y quien juzgue que mi palabra parece asirse del sueño, es porque jamás ha conocido la vida tétrica, dolorosa y fantástica de mi pueblo.
Nunca traté irrealmente ninguna de sus imágenes: habría perdido la riqueza de la realidad para caer en innecesaria metamorfosis barroca, como si la realidad material, que nos satura y golpea los sentidos, careciera de inacabables posibilidades. Precisar el dibujo, ceñir la verdad mágica, me obligó a mantenerme en la tierra firme de la cual nunca deseé salir: no se acierta a saber la vaguedad ni con los malabarismos más peregrinos de la expresión.
Empecé por la creación del hombre guatemalteco en el mito y fui caminando en el tiempo en varias direcciones, para llegar a nuestro ahora. No es una síntesis económica, política y social la que esbozo en algunas de estas páginas. Sino un esquema de síntesis del sentido y del carácter del proceso histórico: converso con los hombres de los monolitos y los códices, con los dioses, los héroes y los hombres de los libros indígenas; recuerdo y voy domeñando mi entusiasmo cuando mi memoria se quiere salir de madre. Y no evoco como historiador o como erudito, porque no lo soy, sino como un hombre simple que dice lo que ha vivido. Y cuanto más severo y exacto es mi recuerdo; cuanto más tranquila es la palabra que traduce el gozo o la angustia de mis sentidos y la añoranza de mi sangre; cuanto más se enraiza mi voz en la realidad, tanto más se crea y sufre con lágrimas guatemaltecas que sólo mis ojos pueden llorar.
Y, entonces, mejor y más verdadero está mi pensamiento, y más limpia la emoción mía y la engendrada en quien me lea, por distante que su mundo esté del mío.
Guatemala, tierra edénica y elemental, con un pasado singular y una evolución dramática, cruenta y oscura, poco unánime por sus tremendos desniveles culturales, avanza dando tumbos, lúcida y firme. He querido dar el ambiente, sin preocupación contemplativa , interpretando con técnica de análisis su realidad varia, móvil y remota, regido por mi conciencia poética y social. Me cautiva no sólo la acción sino también la contemplación, cuando el matiz y la sutileza son característicos. Escojo y muestro elementos contrarios, hechos de opulencia y rigor, de preocupaciones teológicas y su origen por condiciones económicas, el mundo fabuloso del acontecer cósmico del Popol Vuh, la realidad delirante del aborigen de Chichicastenango y la vida mínima y marginal del "cucurucho" y el albor de la voz de mañana.
Mi tierra no es una tierra exótica. Es una tierra matinal cuyo hechizo más hondo radica en las creaciones y expresiones históricas populares, más allá de cualquier devoción pintoresca. El color, aquí, es inevitable, y sólo cuando es inevitable por ser de tan buen tinte que no se destiñe ni con el sol y mis ácidos, ha permanecido indeleble más allá del afán descriptivo y localista. Y aunque se juzgue paradójico, por su misma verdad de bulto, lo popular no es popular ni nacional, propiamente, y no puede serlo porque no somos una comunidad económica, política y social unificada. Lo que tenemos por popular son obras espontáneas del genio popular de indígenas oprimidos y explotados, creándolas y repitiéndolas para sí mismos o para reducido público turista o nacional, extraño al sentimiento, condiciones, necesidades y gustos de quienes las crean. Nuestras diferencias son tan brutales que van de sistemas de producción y consumo neolítico, de "economía cerrada", feudal y semifeudal hasta capitalista, como lo vemos en Chichicastenango y en los mercados de cualquier ciudad del país. No exclamo: abajo la pandereta! porque no la tenemos, sino abajo la jícara! No me he demorado en reflexiones vagas, subjetivas. Sino en lo más concreto y profundo. En las creaciones auténticas y esenciales. Nada más fantástico que la realidad. Y por encima de lo que atine a urdir mi imaginación y para dar realidad a esa conciencia y conciencia a tal realidad, he ido a las fuentes seculares. A mi infancia y a mis cicatrices.
He aquí algo de mi pueblo, de su rica tradición -lo que fue, lo que es, lo que será-, invariable en su diversidad, sufriendo aluviones, lavado por torrentadas, arrasado como para borrarlo del mapa con la tromba de la Conquista. Hay unidad a través de sus avatares, aun cuando parece irreconocible en muchos de ellos, que son contradictorios. Siempre las mismas hojitas brotaron del grano de maíz en el surco. La lealtad de esta permanencia la he seguido desde hoy y mañana hasta entrar en el palacio por el arco de Labná, retroceder en el tiempo y sumergirme en las fauces de un dios zoomorfo y nadar en las aguas eléctricas del mito.
Haber vivido lejos cerca de un cuarto de siglo sin interrupción me permitió penetrar con ojos frescos en muchas de nuestras cosas, apoyado en el recuerdo, en el instinto y en la tierra guatemalteca que me llevé en la suela de los zapatos. La intensidad del retorno, en mis condiciones, no creo que la haya tenido alguien. Mi pueblo despertaba, rompía sus cadenas y por dondequiera creaba un clima de himno su fervor. He sido un hombre metido en mi vocación, y mi vocación misma también me ha ligado más a mi pueblo que resuena en mí desde mi infancia, a flor de alma, sollozándome recuerdos. Y no siempre he necesitado comprenderlo porque me ha bastado con amarlo. Y digo mis condiciones para decir que llevaba muchos años fuera de mi tierra y que su recuerdo en mi entraña vivía, ni más ni menos, como me imagino que vive en todos, o viviría en aquellos que tuvieren la felicidad indecible de ese retorno.
Aquí está algo de mi niñez y de la transposición de mi nostalgia: rasgos de la imagen de cómo yo desearía que fuera mi tierra. Están las nubes, los olores, las piedras, los sueños, las luchas, los pájaros, las esperanzas, los sabores, las congojas, los ruidos guatemaltecos. Y una realidad seca y ardiente que he podido captar, porque al reencontrarla, al redescubrirla, me ha golpeado al volver a vivirla. La esclavitud indígena ha disuelto su amargura, su resentimiento y su dolor, en todos los seres y en todas las cosas. Se halla en el aire y en el fuego, en el agua y en la tierra. En la palabra y en el silencio. En la fiesta y en el funeral. Por todas partes está pesadamente, como ubicuo fan tasma de piedra . Mis compatriotas, sin la lente de tal experiencia, acaso juzgarán inexactas o exageradas algunas de mis impresiones. El ambiente, para ellos ininterrumpido y consuetudinario, no les muestra los mismos tenebrosos o vibrantes relieves y matices. Están, en cierto modo, invalidados para advertir algunos pormenores y para asirlos con la precisión virgen que sin proponérmelo, incluso por las violentas agitaciones sociales, forzosamente, me ha deparado la realidad en los diez años últimos. No señalo virtud personal alguna sino, simple y sencillamente, una circunstancia, un hecho. Tallé las cuentas poco a poco, desde el mito hasta la reforma agraria. Como la araña, forjé el hilo de mí para ordenarlas en collar. Si resultó el collar, anhelo que sea como ésos de macacos, cristales y piedrecitas de colores que adornan a las indias: un chachal para el cuello de mi amada Antigua.
No hay comentarios:
Publicar un comentario