jueves, 16 de julio de 2009

Celebración

por Edgar Quisquinay
GLF



“No soy de un pueblo de bueyes,
que soy de un pueblo que embargan
yacimientos de leones,
desfiladeros de águilas
y cordilleras de toros
con el orgullo en el asta…”

Vientos del pueblo me llevan. Miguel Hernández.



La vida tiene un diseño torpe. Y los sueños que vamos forjando en ese lapso son reflejo prístino de esa circunstancia. Veo por la ventana y me acribilla la sombra de una bandada de gorriones que esperan encontrar el árbol de donde salieron por la mañana. Con la luz que me abandona se va imponiendo el silencio. Destrozo mis pasos en dirección contraria y me sumerjo en recuerdos que no son propios, en viajes que no he hecho, en palabras que no son mías. Sin razón aparente tres nombres se apoderan de mi recién ganada oscuridad, tres palabras que parecieran simples, pero que resuenan en mí mientras algo me dice que las he escuchado antes: Miguel, Luis, Augusto.

Miguel, el mayor, el que se vio a sí mismo reflejado en la piedra milenaria. Enfrentado al deseo de solucionar eso que sus ojos y sus manos le muestran por el camino, se deja llevar por el viento y canta, certero, los días y las noches que le tocó vivir. Palabras lentas salen de su boca y nombran su entorno, destruye y construye sin piedad, a veces sin mayor esfuerzo.
¿Dónde viste a Miguel por última vez? Lo he visto en los verdes y tristes cerros de Ilom, en las iglesias que lo escondían de sus escondites, en la boca de la guitarra del duende aquel que lo hizo embajador, en las palabras del hermano que se niega a recibir su nombre, en la cima del cerro de San José, en París, en México, en Oslo, en Argentina hermanado en fealdad con Pablo y prestándole su pasaporte para que salga del país, en las Cien Puertas, dormido entre los periódicos viejos que ha robado a los mendigos del Portal del Comercio, cargando herrumbre de cañón en cañón, de dictador en dictador, de abogado a ahijado de Alfredo, en las burlas solemnes de los estudiantes que ayer gritaban “¡…no entendemos tus libros!”.
Y no lo he visto desde que sus manos se volvieron hacia atrás y soltó los papeles que tantas veces acarició, desde que se le perdió la mirada en un sur que no logrará alcanzar.
Tal vez no he querido volver a verle. Sus palabras se me perdieron definitivamente.
El arcángel de tu nombre ya no te habla, ya no me habla.

Luis, astro que se embriaga en derivas planetarias. No puedo imaginarlo joven. Tantas fotos que se hacen polvo en mis manos y que me muestran a un anciano apesadumbrado por sus recuerdos, sus amores, sus viajes, sus idas y vueltas, tantas fotos que no me dicen quién era en verdad. Es a él a quien le debo un Bretón y una patria en las líneas de mi mano. Ciudadano de la vía Láctea, no deja de añorar su volcán y sus ruinas, sus conventos, sus calles empedradas. Desde sus ojos contemplo a Tamayo, a Orozco, a Rivera, a un Mérida que se me hace gigante, murales, aguafuertes y pinturas que se convertían en pausadas metáforas.
Ahora Luis me tiende la mano y niega con la mirada cuando le pregunto sus razones de vida, pero asiente un curtido repaso por sus otras vidas: calles que ya no le son presentes, amigos que no volvió a ver nunca más. Le llora el alma desde las historias que se entretejen hasta nuestro presente. Una antorcha es su palabra cuando recupera para nosotros una parte de aquella revolución que pretendió cambiar la pesada cadena por primavera, cuando el cielo y la tierra se cubren de pasado colonial.
Y sus otras manos, las que esconde de sí mismo, gritan hasta un pasado que sienten propio: el Rabinal Achi’ tiene sus palabras, el Pop Wuj es una manta que cobija sus raíces.
A Luis no volví a verlo.
Me niego, también, a seguirle los pasos.

Augusto, mínimo Augusto, cerrado enigma del que camina de espaldas. ¿Quererte es demasiado? Te vuelves una imagen que añoro. Tu vida es una fábula que comparte razones con las vidas de tus otros hermanos, Miguel, Luis. Me provocas más preguntas que afirmaciones.
¿Sabías que nada te hace cercano? Ni tu afirmación de los tres grandes temas de la literatura: “el amor, la muerte y las moscas”. Estas últimas sobrevuelan tu vida y me traen recuerdos inconexos de tu fallido presente.
Oveja negra eres, patético dinosaurio que se yergue ya entre lo anacrónico y lo cursi. Tal vez eres más. Serías una palabra si alcanzaran las letras para escribirla, si no negara esto tu pasión por la brevedad. Serías tu pasado si dejaras describirlo. Pero eres tú, nada más, releyendo esos libros que no te dejan escribir libros, preparando ese cuento que no será cuento hasta que logres sacarle los ojos a Bello y Cuervo.
También te he dejado de lado por mucho tiempo… tal vez siga así.

Asturias, Cardoza, Monterroso: Iluminan este camino que no ha empezado, que nunca terminará. Amados y odiados por tantos. No he querido fabricar estas líneas, esta celebración, con sus biografías, me sentiría como el entomólogo (diría Cortázar), escogiendo el escarabajo, revisándolo bajo la lupa, escribiendo sus datos en una pulcra ficha de cartulina blanca, atravesándolo con un alfiler y dejarlo catalogado para la posteridad.

Matarlos, deshacerse de ellos y de su poderosa influencia, ha sido la consigna de los últimos tiempos. O releerlos con el morbo de hacerse, cuál vampiros, de su potencia creadora. Decirnos, llamarnos, Asturianos, Cardozianos, Monterrosianos, creer que podremos ser como ellos.

Yo no quiero matar a ninguno de ellos. Como sé bien que no lo harán: esperaré a que se suiciden.


Edgar Quisquinay.
Mixco, Guatemala, junio de 2009.

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